Agricultura tradicional y economía campesina: una persistencia desde lo local
Por Marcos Cortez Bacilio, Desinformémonos, 06 de enero de 2023.
«Es vital el reconocimiento de las características particulares de la agricultura tradicional, su racionalidad campesina y de su multiactividad, para fortalecer las economías propias, la producción, consumo, venta, intercambio, abastecimiento de alimentos sanos, cercanos y soberanos, y al mismo tiempo, garantizar la conservación de la diversidad biológica de los territorios».
En un mundo globalizado donde el capital subordina a la ciencia, e históricamente la agricultura tradicional es sometida a condiciones desfavorables, ésta aún persiste desde diferentes ámbitos locales. Una de las causas para que haya perdurado a través del tiempo, es la disponibilidad de fuerza de trabajo y medios de producción para garantizar la subsistencia de comunidades campesinas y pueblos originarios, bajo una lógica de producción rural y de autoconsumo. Estas formas de hacer agricultura tradicional, constituyen un sistema económico, con un funcionamiento y racionalidad propia, cuya intención no es la búsqueda de la maximización de las ganancias, sino el mantenimiento de un equilibrio entre producción, consumo y la conservación de los recursos genéticos existentes en los territorios.
Agricultura tradicional campesina e indígena
México, que forma parte de Mesoamérica, se reconoce como un país megadiverso y multicultural. Es bien conocido que nuestro país ocupa el quinto lugar con mayor riqueza de plantas y animales, y séptimo en endemismos; posee 68 lenguas indígenas y 364 variantes habladas; es uno de los siete grandes centros de origen, domesticación y diversificación agrícola; y alrededor del 30% de nuestra población es indígena, campesina o afromestiza (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). Además, aquí se siembran decenas de razas y cientos de variedades endémicas de maíz, situación que ha llevado a la existencia de 64 razas identificadas, lo que también representa el 29% de las 220 razas que existen en América Latina (Cortez, 2022a). Son semillas nativas que han sido modificadas por los seres humanos a través de un proceso co-evolutivo de al menos 10.000 años de agricultura. Gracias a este proceso de domesticación, hoy tenemos una diversidad de semillas, inclusive un mismo campesino siembra en su milpa entre cinco y nueve variedades distintas de maíz, dos de calabaza, tres de bule, dos de bandeja, tres de frijol, dos de quelites; dando lugar a entrecruzamientos, aumentando la variación genética en cada ciclo productivo.
De acuerdo con Hernández-Xolocotzi (1980) el término de agricultura tradicional se deriva de la forma en que se difunden los saberes locales, esta inicia con base en una gradual acumulación de conocimiento ecológico y biológico sobre los recursos naturales utilizados, y se desarrolló mediante sistemas autóctonos de generación y transmisión de dichos conocimientos, de adaptación y adopción de innovaciones tecnológicas para obtener diferentes satisfactores. En este mismo sentido, para Wilken (1987), la esencia del término tradicional se encuentra en la forma en que se transfieren los conocimientos, de una generación a otra de manera verbal e informal, y a través de intercambios individuales, vecinales y comerciales; a diferencia de como se hace con la agricultura moderna, cuya diseminación es más visible debido al extensionismo que la promueve.
Actualmente, la agricultura tradicional, constituye uno de los sistemas productivos principales de comunidades rurales por su capacidad y magnitud de recursos humanos empleados en las diferentes actividades que se realizan, ligados a sus formas de vidas cotidianas. Son labores productivas tradicionales basadas en sembrar y cultivar en época de lluvia, una gran variedad de productos agrícolas para satisfacer las necesidades de consumo tradicional familiar, comunitario y de territorios circunvecinos.
Es de conocimiento general y aceptado, que la agricultura tradicional, la pesquería artesanal y la ganadería en pequeña escala -propia de cada región- son los sistemas que producen la base de la alimentación de la población del medio rural y urbano, ésta produce el 70% de los alimentos del mundo en el 25% de la tierra. [1] Sin embargo, recientemente la Organización para la Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas (FAO) ha generado una gran controversia acerca de quién alimenta al mundo, [2] al afirmar que la agricultura tradicional o pequeña agricultura familiar sólo alimenta a un tercio de la población mundial. [3] Estas aseveraciones son debido a la extensa invasión de los llamados “sistemas agroindustriales”, basados en el uso excesivo de agrotóxicos, fertilizantes sintéticos, semillas híbridas y biotecnología transgénica, aun así, las formas tradicionales siguen teniendo un peso importante en la producción de alimentos, y un claro ejemplo acontece en el estado de Guerrero -considerado de bajos ingresos y desfavorable para la producción de alimentos- ahí domina la agricultura familiar, ya que el 80% de la producción se logra bajo el sistema milpa, en condiciones de producción diversificada, donde el maíz, como cultivo principal, cohabita con: frijol, calabaza, pepino, melón, sandía, chile, tomate, en otros más. También, la siembra y los trabajos culturales se realizan con mano de obra familiar, y la cosecha, en 60%, es para autoconsumo, 30% para venta local y 10% para consumo animal (Cortez, 2021a). Del mismo modo, las familias utilizan semillas nativas para cultivar diferentes alimentos, y durante décadas, han circulado las semillas de sus abuelos a sus padres, y de los padres a sus hijos, la tradición es heredar los saberes locales entorno al maíz y los sistemas milenarios que practican.
Por estas razones, la agricultura tradicional es una “agricultura de vida” que toma como preocupación central al ser humano; que preserve, valore y fomente la multifuncionalidad de los modos de producción. Implica, el reconocimiento al control local de los territorios, bienes naturales, sistemas de producción y gestión del espacio rural, semillas, conocimientos y formas organizativas (Cortez, 2021b). La realidad vigente de la agricultura tradicional es que a pesar de las adversidades han logrado preservar sus saberes locales, y éstos resultan fundamentales para mantener y acrecentar la variedad genética, los policultivos (agrícolas, forestales, agroforestales), la diversidad de prácticas productivas, la heterogeneidad paisajística, que mantienen, hasta el día de hoy, una cierta sustentabilidad, basada en la resiliencia (Toledo, 2005). Bajo esta lógica diferente -un modo de vida definido- las familias desarrollan una gran multiplicidad de actividades agropecuarias (milpa, huertos, cría de animales, labores artesanales, apícolas y pesqueras, aparte del trabajo que realizan como jornaleros en su comunidad y comunidades vecinas) las cuales, componen una unidad productiva diversificada, que se vuelve imprescindible de la economía campesina, como resultado de su persistencia local y de las estrategias innovadoras, pues, son las que sostienen y satisfacen las necesidades básicas del núcleo doméstico, en comparación como ocurre en una empresa capitalista.
Economía rural, una lógica campesina
La economía campesina ha subsistido a la par de la gran empresa agrícola capitalista; y como el auge de la agricultura moderna (agroindustria) no ha destruido plenamente las formas de producción tradicional, debido a las diferentes estrategias con las que el campesinado ha reinventado sus tecnologías agrícolas. Al respecto, diversas corrientes detallan y brindan elementos de análisis que explican su perseverancia, tal como lo planteó Alexander Chayanov en su tesis (1974), al mencionar que la unidad económica campesina, no representaba sólo una producción en pequeño, sino que tenía una lógica natural que difería de la economía capitalista en diferentes aspectos; principalmente precisa que las decisiones de producción, y, por lo tanto, la determinación de la mano de obra que se destinara a la labranza, están en función de las necesidades del consumo familiar, y no de la maximización de beneficios, como ocurriría en el modelo capitalista. Mientras que Theodor Shanin (1976) apunta que la explotación campesina forma una pequeña unidad de producción-consumo que encuentra su principal sustento en la agricultura y es sostenida, principalmente, por el trabajo familiar. Armando Bartra (1982), define la economía campesina como una célula de producción y de consumo constituida por la unidad orgánica de fuerza de trabajo y medios de producción. Por su parte, Michael Yoder (1994) propone que, si la unidad familiar campesina es al mismo tiempo una unidad de producción y de consumo, el principal objetivo de este sistema es la satisfacción de las necesidades de la familia. Van Der Ploeg (2010) agrega que la agricultura empresarial se encuentra vinculada al consumo mundial, a través de empresas de procesamiento y comercialización, en tanto que la agricultura tradicional campesina, escapa del control directo del capital.
Siguiendo estos indicios, es claro que la producción capitalista y la campesina son producciones guiadas por dos lógicas y objetivos distintos: mientras las empresas producen para satisfacer el mercado, con el fin de obtener beneficios monetarios, los campesinos producen sobre todo para el autoconsumo, y tienen como meta garantizar la reproducción de su familia, debido a la multiactividad productiva. Para campesinos del municipio de Coyuca de Benítez de la Costa Grande, el autoabasto es la prioridad de la producción local de maíz, en particular, una familia promedio de cinco hasta ocho integrantes, almacenan para autoconsumo dos bidones de plástico o silos metálicos de 1, 100 kilos, y 700 a 800 kilos para el consumo animal. Con el propósito de garantizar su autoconsumo, la familia campesina obtiene un rendimiento por hectárea de 2.8 a 3 toneladas, pero si cultivan 2 o 3 hectáreas como en su mayoría lo hacen, generan suficientes y diversos excedentes (Cortez, 2022b), condición que favorece la venta directa en cabeceras municipales, o bien, realizan intercambios de productos con otras familias de su misma comunidad.
La escala de la producción campesina es pequeña, mientras que la empresarial tiende a ser mediana o grande; la mano de obra que los pequeños campesinos invierten en el proceso productivo es familiar, aunque es común que se complemente con la contratación de jornaleros, hasta que el volumen total del producto sea considerado suficiente, en tanto que las empresas ocupan principalmente trabajo asalariado.
A diferencia de la unidad productiva moderna o empresarial, que dejará de aumentar su producción cuando la utilidad monetaria comience a decrecer, la unidad productiva campesina puede seguir trabajando, aunque el ingreso monetario o el producto físico obtenido por persona empiece a decrecer. Este comportamiento “antieconómico” es absolutamente racional porque valora continuar con el trabajo hasta el punto en el que, primero, se den por satisfechas las necesidades, y segundo, considere provechoso el esfuerzo de continuar con las jornadas de trabajo. Para la economía campesina la tecnología es tradicional, utiliza sub-lotes intercalados donde diversifican en pequeñas cantidades la producción y frecuentemente estacional, mientras que para la empresarial es especializada y maneja grandes flujos de producción que tienden a ser continuos, los cuales predomina el valor de cambio sobre el valor de uso.
En este tenor, tenemos que seguir cuestionando si la economía campesina es “natural o autárquica”, o más bien se articula con la economía en su conjunto a través de dos mercados: productos y trabajo (Schejtman,1982). En resumen, la dicotomía entre la lógica económica campesina y empresarial es útil para entender sus diferencias, aunque en la actualidad no existe una economía campesina genuina que sea completamente de autoconsumo y que no tenga vínculos con el sistema económico. Por el contrario, las unidades productivas campesinas tienen una coexistencia de dos dinámicas relacionales en su interior: por un lado, la lógica del autoconsumo; por la otra, su parte monetaria, que consiste en vender o intercambiar parte de su producción para satisfacer otras necesidades que la familia no produce, siendo el momento que condiciona y entrelaza los sectores campesinos y empresariales con el resto de la economía de mercado.
El mercado y su intercambio desigual
Es crucial entender que un enemigo clave de los campesinos son los precios bajos, los cuales siguen cayendo incluso mientras los precios al consumidor suben. Esto se debe a que la principal fuerza que fijan éstos, es el control de corporaciones que ejercen una presión sobre el sistema agroalimentario actual. Ante estos estragos, el campesinado no está del todo desligado, sino todo lo contrario, está más ligado que nunca, porque se relaciona y se transforma de distintas maneras.
En las regiones guerrerenses, principalmente: Centro, Montaña y Costa Chica, la mayoría de campesinos se encuentran en comunidades marginadas, donde la necesidad económica es predominante, y por eso, aunque sea a un precio injusto, vender es una prioridad; al no tener un mercado bien establecido, quedan vulnerables frente a los coyotes locales/regionales. Los campesinos ubican a los coyotes como las personas que en sus comunidades compran muy barato, pero ellos revenden a precios muy elevados. Aquí es donde el campesino es subordinado sobre todo hacia el capital comercial y financiero, resultado de su propia lógica campesina de explotación, y la economía de mercado es controlada, regulada y dirigida por los mercados, hasta alcanzar sus máximas ganancias monetarias, en donde la autorregulación implica que toda la producción se destine a la venta en el mercado, y que todos los ingresos deriven de tales ventas (Polanyi, 2004). En función de lo anterior, Armando Bartra (2006) señala que la mercancía campesina entra al mercado capitalista como una mercancía propia cuya lógica originaria es distinta de la que rige en él, donde el campesino vende para comprar, y el capital vende para ganar, y solo bajo esa condición acepta el intercambio, al ceder su mercancía a un precio inferior; prevaleciendo el intercambio desigual, entre el campesino y el capital disfrazado de coyote, donde el primero es vendedor y el segundo comprador. Este intercambio desigual entre la producción campesina y el capital se manifiesta cuando el campesino como comprador y como vendedor puede realizar intercambios en condiciones en que no lo haría ninguna empresa capitalista. El origen de esta peculiaridad reside en que el campesino como productor no puede condicionar sus intercambios a la obtención de ganancias, pues su proceso laboral es la condición de su subsistencia y sus medios de producción no han adquirido la “forma de libre del capital”.
El problema no es tanto cómo producir, sino que el problema mayor, siempre ha sido como comercializar, por el alto encarecimiento y el exceso de intermediarios o coyotes, que acaparan la producción primaria a bajo costo, triplicando el retorno del mismo producto en otras presentaciones y envolturas, como ocurre con mayor relevancia en el centro, occidente, sur y sureste de México, allí el mercado es dominado por empresas nacionales y extranjeras, como: Cargil, Monsanto, Nestle, Maseca, Bachoco, Bimbo, Coca Cola, Lala, incluso, manejan un discurso de seguridad alimentaria y sustentabilidad. Pese a esto, las autoridades no reconocen la necesidad de implementar instrumentos en materia legislativa, pues no existe un marco jurídico que actué de manera coherente ante las distorsiones de mercado. Lo indiscutible es que la alteración productiva y de comercialización ha permitido el desarrollo y expansión de un intermediarismo altamente rentable que, al contar con la liquidez financiera, transporte, información de mercados, infraestructura de acopio y distribución, le permite captar volúmenes considerables de mercancías a bajos precios en diferentes puntos estratégicos del país.
Este escenario empobrece cada vez más a la agricultura tradicional, ya que las cadenas de autoservicio local por medio de contratos con empresas de índole mayor, tienen que implementar una exuberancia de tácticas de acaparamiento de productos. Si bien para los campesinos implica sólo la recuperación de sus costos de producción, y para los intermediarios grandes ganancias, es una desarticulación comercial muy dispareja y ventajosa de unos hacia otros. Entonces, ahí se consuma la explotación del campesino al cambiar de manos el producto, -entra en la fase de circulación capitalista- por medio de un intercambio desigual, pero la base de esta explotación se encuentra en las condiciones internas de su proceso de producción, al prolongarse la jornada de trabajo más allá del tiempo de trabajo necesario, existiendo una explotación justificada para lograr su subsistencia (Bartra, 2006). Los campesinos se vinculan a éste mediante los mercados de productos, de trabajo y de dinero. En consecuencia, son incorporados y sometidos al proceso de valorización mediante los diferentes mercados. Aun cuando el campesino se encuentra subsumido en el proceso de acumulación capitalista, predomina la racionalidad propia de un modo de ser y existir de una economía campesina, con una lógica peculiar y natural, distinta a la lógica de la acumulación y de generación de riquezas, inspirada en la agricultura tradicional.
Políticas públicas acorde a la agricultura tradicional y economía campesina
En las familias campesinas e indígenas de México, existe una lógica articulada de dos componentes: el componente monetario y el de autoconsumo, entre los cuales se establece una relación funcional que es necesario que los diferentes organismos internacionales e instituciones gubernamentales reconozcan y entiendan esta interrelación para aplicar políticas públicas de acuerdo a las dinámicas locales. Una política que pretenda impulsar desarrollo comunitario “desde abajo” con la co-participación de las familias, debe considerar estos dos componentes y generar una relación virtuosa en esta dualidad. En otras palabras, es necesario apoyar la producción, consumo y venta de alimentos, garantizado la conservación y la eficiencia de los agroecosistemas tradicionales para lograr un equilibrio económico, social y ecológico, por lo tanto, se requieren estrategias más incluyentes para alcanzar una igualdad de condiciones. Por ello, se debe encontrar la manera de financiar programas dentro de la lógica interna de la operación económica de la familia, para que el aumento en la producción para autoconsumo sea constante, bajar los costos de producción con prácticas sostenibles, y aspirar que los excedentes de producción sean canalizados a mercados locales, regionales y nacionales con precios justos, fundamentados en principios de la economía social y solidaria. Estos principios no deben desconocer las dimensiones de seguridad y soberanía alimentaria, las cuales son ejes medulares que debieran dar vida y sustento a las políticas públicas que desean superar las penurias en el medio rural y urbano.
No obstante, mejorar los ingresos (agrícolas, pecuarios, pesqueros, artesanales) con la utilización de canales de comercialización, y desde luego, acompañado de un financiamiento, hasta el momento, es totalmente ínfimo y castigado con un sistema de precios inadecuados e inviables, con créditos casi inexistentes y subsidios descoordinados al contexto social y ambiental de cada región. Cabe decir que el debilitamiento de las formas de intervenciones oficiales en el campo, y particularmente en comunidades y pueblos originarios, permitió el resurgimiento de la economía campesina, como garante de una mejor calidad de vida. Pero, a la par, también se vieron acompañados de fuertes procesos de migración interna e internacional; además, generó vacíos institucionales que han sido llenados por la presencia directa de empresas extractivas nacionales y trasnacionales, por nuevos latifundios, cacicazgos, y por la delincuencia organizada, esta última, no solo acopia y vende enervantes, sino productos de primera necesidad, como el maíz, frutas (mango, aguacate, café), carne y leche, colocando aranceles sin ninguna contemplación, algo que comienza a ser ordinario en geografías de la zona Norte y Costa Grande de Guerrero.
Hoy, la realidad del campo mexicano requiere de una economía de pequeños y medianos productores rurales impulsada por nuevas formas de intervenciones, con diferentes perspectivas y con expresiones solidarias y reciprocas, que no sean individualizadoras, maximizadoras o acumulativas, sino que operen a partir de lógicas más sociales que económicas. En sí, se necesita una intervención que venga a romper con lo gerencial, la que se ha caracterizado por décadas en un asistencialismo público/clientelar, y en una filantropía privada como una postura de “ayuda humanitaria” dirigida a los “más necesitados, pobres y marginales”, es decir, según Raymundo Mier (2012) la intervención gerencial, es intrusión, es irrupción y, por tanto, es violencia.
En suma, es cuestionable el re-diseño, adecuación e implementación de políticas/programas dirigidos a combatir la pobreza y el hambre; así como es vital el reconocimiento de las características particulares de la agricultura tradicional, su racionalidad campesina y de su multiactividad, para fortalecer las economías propias, la producción, consumo, venta, intercambio, abastecimiento de alimentos sanos, cercanos y soberanos, y al mismo tiempo, garantizar la conservación de la diversidad biológica de los territorios, y el afianzamiento de mercados específicos, enfocados en construir redes horizontales de cooperación agroalimentaria, todo esto, como resultado de las múltiples agriculturas y economías campesinas que aún persisten desde lo local.
Bibliografía
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Referencias:
[1] Véase: https://latinta.com.ar/2020/10/agricultura-campesina-alimentos-tierra/
[2] Véase: https://www.fao.org/news/story/es/item/1396597/icode/
[3] Véase: https://grain.org/es/article/6793-la-gran-agricultura-no-alimenta-al-mundo
marcosbacilio@gmail.com
Publicado originalmente en ADN Cultura