Semillas y alimento, fruto del trabajo campesino

Por Cristina Barros, Investigadora en cocina tradicional mexicana, marcri44@yaghoo.com.mx. La Jornada del Campo, No. 209, Febrero 2025, p. 5.

Hablar de semillas es hablar del origen. Desde que surge la vida vegetal en la tierra, son las semillas las que al reproducirse, dan lugar a nuevos frutos de su misma especie. Hay un sinnúmero de formas de semillas y de estrategias para su reproducción: semillas en forma de granos de los más diversos tamaños que germinan ahí donde caen si hay condiciones propicias, semillas diminutas rodeadas de formaciones que hacen el efecto de alas que les permiten volar; éstas pueden ser extendidas, transparentes como las alas de una mariposa, o ser filamentos muy delgados. Aves y mamíferos contribuyen también a la dispersión de las semillas a grandes distancias.
Otra estrategia de reproducción es la de los mangles, cuyas semillas permanecen adheridas en la planta hasta que surge la raíz que les permitirá anclarse al suelo; en otras especies de mangles, las semillas flotan hasta que llegan a un lugar adecuado para el crecimiento de la nueva planta. Hay también semillas de mayor tamaño como las del mamey o las del mango; semillas que se ubican en la superficie del fruto como las de la fresa, y otras que están dentro en la pulpa; pueden ser unas cuantas o ser muy numerosas como ocurre con la tuna.
Pero lo que es un hecho es que todas encierran la información necesaria para que de ellas surja una nueva planta con características muy similares a las de la planta que les da origen. Son un universo en sí mismas. Este rico mundo de la naturaleza fue objeto de observación por parte de nuestros ancestros, que en sus amplios recorridos en busca de alimentos fueron haciendo diversos descubrimientos.
No es difícil pensar que pudieron ser especialmente las mujeres las que vieron cómo a partir de las semillas de los frutos que comían, nacían nuevas plantas. Y seguramente fueron ellas quienes de manera deliberada empezaron a elegir para sembrarlas, aquellas cuyos frutos les gustaban más.
Este trabajo de reproducción se afinó con el tiempo al elegir las mejores semillas por su tamaño, por su forma, o por su estado de conservación, o aquellas de plantas que aun siendo semejantes, tenían alguna característica especialmente deseable. Surge así el proceso de domesticación que eventualmente llevará a muchos de estos grupos humanos a optar por permanecer en un lugar para contar con alimentos de manera más regular y controlada.
Con la domesticación, las plantas ganaron cualidades en relación con sus parientes silvestres, pero también perdieron otras como resultado de este mismo proceso. Los biólogos llaman a este fenómeno “síndrome de domesticación” en las plantas; es el caso del crecimiento muy marcado de la parte de la planta elegida, como ocurre en frijoles, cuyas semillas son mayores que las de sus antepasados, o con los frutales cuyos frutos suelen ser más pequeños en su estado silvestre. En ocasiones, si bien los frutos tienen un mayor tamaño, pierden capacidad de dispersión; un ejemplo es el de la papaya silvestre, cuyas semillas son más abundantes que en la de algunas variedades domesticadas que casi carecen de ellas, lo que puede deberse a una estrategia intencional de quienes buscan tener control sobre su reproducción. La pérdida de defensas naturales frente sus depredadores, es otro de los cambios que sufren algunas plantas en el transcurso de su domesticación. Por ejemplo, hay sustancias que producen sabor amargo en las papas silvestres o en diversas cucurbitáceas como la calabaza; al perderlo mejoran como alimento humano, pero se vuelven más vulnerables. (Mariana Chávez Pesqueira, “Síndromes de domesticación en las plantas” Mérida, CICY, 2017).
Un caso bien conocido en México, es el de la pérdida de la capacidad de la planta para reproducirse por sí misma mediante la dispersión de sus semillas. Lo vemos en el teocintle, cuyas semillas saltan al madurar, por lo que debió ser laboriosa su recolección; es por ello que una de las características que se buscó obtener, fue que las semillas estuvieran fijas en el corazón de la mazorca (olote), como ocurre con el maíz que requiere de nuestra mano para desgranarlas, lo que crea una dependencia de la planta respecto de las personas, aunque también es grande nuestra dependencia del maíz como alimento.
Podemos afirmar que algunas características de las plantas que sería deseable recuperar al menos parcialmente, se encuentran en los antepasados silvestres; es por ello que al igual que debemos proteger la diversidad lograda en algunas plantas como los frijoles, los chiles, las calabazas o el mismo maíz, es fundamental conservar a sus antepasados, pues son un reservorio genético que puede servir como apoyo para adaptar a las plantas domesticadas a nuevas condiciones. Éstas y sus parientes silvestres, representan un importante valor de opción, esto es, la posibilidad de responder a circunstancias nuevas
y tan adversas, como las derivadas de la crisis climática que estamos padeciendo a consecuencia de una industrialización rapaz, de la que las empresas del agronegocio son un ejemplo.
El extraordinario patrimonio que representan las semillas de los principales alimentos del mundo, e incluso las que sirven como alimento en regiones específicas, son muestra del gran trabajo que a lo largo de milenios han realizado las familias campesinas, particularmente en los lugares que han sido señalados como centros de origen de la agricultura.
En Mesoamérica, que es uno de esos centros, se domesticaron más de 100 plantas, entre otras, maíz, chile, jitomate, calabaza, amaranto, papaya, aguacate, nopal, diversos magueyes, vainilla y cacao, además de algodón, nochebuena y tabaco. Es por ello que el investigador José Sarukhán Kermez afirma que las personas campesinas de México son guardianas de la evolución y de la biodiversidad que nos permite alimentarnos.
Es necesario enfatizar una y otra vez, que las semillas resultantes de este trabajo constante y generoso, son las que han hecho posible el surgimiento de las semillas comerciales, tanto de plantas híbridas, como de las que resultan de cualquier método de ingeniería genética. Sin la proeza de la domesticación de esas plantas que hoy son la base de la alimentación mundial, habría sido difícil lograr el tipo de sociedad actual. Sin ese trabajo, sin esos conocimientos que dieron lugar a la extensa diversificación de numerosas plantas, y muy especialmente del maíz, no existirían las empresas que hoy de manera arrogante y poco ética, pretenden adueñarse del trabajo ajeno al privatizar las semillas, y engañarnos haciéndonos creer que son ellas las que alimentan al mundo, cuando los datos estadísticos evidencian que son las familias campesinas las que producen la mayor cantidad de los alimentos que se consumen de manera directa.
Es por ello que el trabajo colectivo de preservación de estas semillas que tiene lugar día con día en todo el territorio nacional, merece ser valorado y difundido.
Si bien podemos proclamar, como lo hiciera el gran poeta cubano José Martí, que “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”, agregaría que esa gloria se debe sin duda a las mujeres y a los hombres del campo, de hoy, y de hace milenios.