¿Quién podrá salvarnos? Autismo Social Frente al Cambio Climático

No pudimos –o no quisimos– y por ello 60 años después estamos entrampados en una crisis medioambiental antropogénica nunca antes vista.

¿Qué nos pasa? El ecológico no es el único gran desastre que acompaña a la modernidad, están también la pobreza crónica de la mayoría y la creciente desigualdad social, lacras patentes que causan descontento y provocan movilizaciones justicieras, pero que no han ocasionado el rechazo generalizado y activo al sistema que las origina. La explicación de esta relativa pasividad hay que buscarla en la capacidad del capitalismo para engatusarnos, para encantarnos con sus cantos de sirena, para hechizarnos con promesas cuyo cumplimiento siempre pospuesto se aleja con el horizonte.

Más que un programa de transformación, el progreso es un mito: no descripción de hechos sino expresión de voluntades, de deseos. La modernidad, que se pregonaba racionalista, resultó inspiradora de un mito civilizatorio; el orden que debía enterrar a la magia y la superstición acabo vendiéndonos un encantamiento; la sociedad que debía barrer con todos los ídolos terminó fetichizando al progreso.

Los mitos buscan despertar pasiones y, como pensaba el sindicalista francés Georges Sorel y saben los movimientos indios de nuestra América, pueden ser revolucionarios. Pero el mito del progreso no es liberador sino esclavizante pues, en nombre de un futuro de abundancia total y libertad ilimitada, nos encadena a la producción. El hechizo del porvenir nos arrebató el pasado que nos daba sentido y nos tiene atrapados en un presente circular y alienado donde lo único que cuenta es producir. Y en este frenético activismo económico no hay lugar para la naturaleza.

“De suerte que todo es producción –escriben Gilles Deleuze y Felix Guattari, en El antiedipo–: producción de producciones (…) Ya no existe la distinción hombre-naturaleza. La esencia humana de la naturaleza y la esencia natural del hombre (…) se identifican como producción o industria”.

Así es. En la modernidad la naturaleza ya no existe más como recordatorio de nuestros límites y materia prima de nuestras posibilidades. La naturaleza ha sido producida, luego seguirá siendo producida en un proceso ininterrumpido que se corrige solo y en el que no puede haber averías que no se reparen por sí mismas en el propio curso de la producción. Si producimos vida, la vida no puede estar en riesgo. Porque ahora la vida ya no es vida, la vida es producción que se autoproduce.

Y la producción capitalista no es un medio sino un fin en sí misma. En el mercantilismo absoluto la individualidad cualitativa del producto se desvanece para dejar paso a su verdadera esencia que es la plusvalía: valor agregado cuyo único propósito es incrementar la producción en un curso ilimitado y siempre alcista. Proceso que por ser puramente cuantitativo no contiene la posibilidad de su contención o interrupción: crecimiento perpetuo o muerte, es la consigna del capital.

Atrapada por el fetiche del progreso e incapaz de librarse del encantamiento de la modernidad, la humanidad ha caído en una suerte de autismo esquizofrénico: negamos la realidad de la crisis sistémica porque nos hemos convencido de que en el fondo nada puede interrumpir el proceso de producción de producciones. Y cuando las evidencias son demasiado contundentes para soslayarlas, escapamos de la angustia con mistificaciones y autoengaños. Proliferan, entonces, soluciones mágicas de carácter tecnológico como las que ofertan la ingeniería genética, los manipuladores del clima, las nanociencias… todas en la lógica: la técnica nos hunde, la técnica nos salvará.

Los bonos de carbono, la Reducción de Emisiones por Deforestación y Depredación (REDD) y otros mecanismos por el estilo, son impotentes si no es que contraproducentes. El desastre resultante de transformar la naturaleza en mercancía no se remedia poniendo precio a los bienes y males ecológicos, como no pueden mitigarse por medio del mercado los daños que causa el propio mercado.

No se trata de satanizar a la ciencia sino de rechazar la peligrosa idea de que podemos salvarnos sin romper el hechizo del progreso y sin someter a crítica a una tecnología productivista que interiorizó la lógica codiciosa del gran dinero. No propongo borrón y ciencia nueva. Sostengo, sí, que el otro mundo que necesitamos con urgencia será posible sólo en la medida en que otra ciencia y otra técnica sean también posibles.