Papa Tartagal, BASF y los Desmontes

La expansión de los cultivos transgénicos empieza consumiendo superficie de ambientes naturales. El desmonte ya produjo en Argentina la desaparición del 80% de sus bosques nativos, y en provincias como Córdoba –dominada por la soja transgénica- solo queda el 5% de los bosques nativos cerrados que tenía originalmente. Al reducirse la superficie de los ecosistemas naturales disminuye también la “distribución” de la biodiversidad.

Cuando desaparecen por ejemplo 50.000 hectáreas de bosque chaqueño en el oeste de Formosa –en la zona más caliente de América del Sur, la “isla de Prohaska”- también desaparecen germoplasmas (códigos genéticos) que estaban adaptados a las particularidades de “ese” ambiente. Aunque distintos sectores del bosque Chaqueño tengan fisonomías similares, cada uno de ellos posee información única e irrecuperable en tiempos humanos.

Proteger una pequeña superficie del total original de bosques, pastizales o lagunas –ya sea como parque provincial o nacional- es críticamente insuficiente para mantener los pulsos ambientales que necesitamos (agua, suelo, estabilidad microclimáticas). Lamentablemente la soja RR y otros cultivos transgénicos están “devorando” ambientes nativos. Esto simplifica peligrosamente la biodiversidad de Argentina y reduce su resistencia ambiental. En momentos de cambios extremos tener escasa superficie de ambiente nativo y baja biodiversidad es la peor estrategia.

Todo el dinero acumulado por la codicia de la soja RR no alcanzará para cubrir los daños y la pérdida de estabilidad ambiental que sufriremos en los próximos años. Tartagal 1 y 2 son apenas muestras de lo que vendrá. Se pueden exportar porotos de soja a la Comunidad Europea o China, pero no podemos importar ecosistemas que nos protejan.

Existe además un riesgo adicional tan grave como el anterior. En momentos de mínima superficie con ambientes nativos, y menor biodiversidad –es lo que caracteriza a la Argentina actual- la irrupción de materiales genéticos extraños en grandes cantidades (solamente la soja cubre en Argentina más de 17 millones de hectáreas) genera un experimento biológico sin precedentes. Introducimos especies transgénicas que contaminan con sus genes a las especies nativas (esto ya ocurrió por ejemplo con el maíz en México) o crean situaciones genéticas absolutamente nuevas en momentos con valores críticamente bajos de biodiversidad natural. No solamente tenemos la resistencia ambiental más baja de toda la historia: también ofrecemos la menor resistencia genética.

La biodiversidad nativa no es destrozada solamente por las topadoras y por las especies genéticamente modificadas. También actúan a gran escala los plaguicidas. Matando distintos tipos de vida –pues los plaguicidas son ecológicamente analfabetos- sus complejas moléculas mantienen bajos niveles de biodiversidad en los cultivos, y afectan la biodiversidad de ambientes naturales ubicados incluso a grandes distancias de los lugares de aplicación. Entre los seres vivos impactados estamos nosotros, desde embriones, fetos y bebés hasta niños, adolescentes y adultos.

Las bajas dosis de plaguicidas rompen nuestros sistemas hormonales y de defensa, y crean cócteles de contaminantes que ninguna regulación prevé ni controla. La legislación argentina solo toma en cuenta las dosis letales de cada principio activo, no sus bajas dosis, ni los cócteles de sustancias. Omite además la acumulación ambiental de plaguicidas y el traspaso intergeneracional de organoclorados.

Nuestra propia diversidad humana sufre los efectos colaterales del alto precio de la soja, de la Mesa de Enlace, de las corporaciones químicas y biotecnológicas y de los gobiernos ausentes. No se conserva ni la biodiversidad, ni las fábricas de suelo y agua, ni la salud de la mayoría de las personas. Se privilegian los rindes, los beneficios económicos de las grandes empresas, el consumismo ciego, y el crecimiento a cualquier precio.

La invasión de los cultivos industriales expulsa además comunidades campesinas que conviven con los ambientes de bosque desde hace varias generaciones, y arrebata las tierras donde viven pueblos originarios. Extinguimos la biodiversidad, pero también la diversidad cultural, y al hacerlo perdemos comunidades, conocimientos y herramientas prodigiosamente adaptadas a nuestros ambientes nativos. Disminuye así nuestra resistencia ambiental, pero también nuestra resistencia social para enfrentar los cambios.

Curiosamente uno de los temas dominantes es el cambio climático global. Nos dejamos seducir por las incoherentes propuestas de Al Gore, seguimos obsesivamente a través de los medios de comunicación social lo que sucedió en Copenhague y observamos el cielo con temor cuando aparecen nubes oscuras, o cuando no aparecen por meses. Es cierto que hay cambio climático, y que lo alimenta mayoritariamente el exceso de efecto invernadero. Pero existen otros dos cambios de gran escala, mucho más perversos e inmanejables: el cambio biológico global, y el cambio terrestre global. Recién los leemos cuando llueve copiosamente sobre serranías quemadas y sin vegetación, y una inundación violenta arrastra personas y viviendas.