Grupo de científicos cree que tóxicos del campo mexicano ya alcanzaron los mares

Por Alejandro Páez Varela, Sin Embargo, 11 de agosto de 2015

El barco Esperanza, con científicos mexicanos a bordo, en el Mar de Cortés

Es de noche y los jóvenes hacen un medio círculo en la cubierta del barco Esperanza porque se ha improvisado un concierto en vivo. Carlos Zenteno Palma, de 22 años, brinca de la batería a la guitarra, y de los acordes de rock al grunge. Anahí Bermúdez, de 24, decidió tomar el micrófono y alguien le muestra las letras en un celular-karaoke.

La noche no es estrellada porque una bruma cubre el mar. A lo lejos se puede ver San Carlos, Sonora, un resort que atrae cada vez a más norteamericanos. Aún sin estrellas o luna, el mar se ve nítido y la manta húmeda del cielo brilla.

No lejos de ellos, dentro del barco –en el loundge–, varias fotografías recuerdan en silencio en dónde están los jóvenes científicos parados, cuál es el combustible que mueve a esta embarcación. Una foto es particularmente poderosa: son cinco hombres, dos de ellos sin camisa –todos barbudos–, listos para partir.

Están en el Vega. Es el 27 de abril de 1972 y, todavía no lo saben, van a hacer historia: semanas más adelante retrasarán una prueba nuclear de Francia en el Pacífico pero, más importante, documentarían para el mundo los horrores de la época que vivimos. Les costó una buena golpiza, pero lo lograron. Ahora, esa foto está allí, donde marineros, activistas, científicos y voluntarios se reúnen a distintas horas para tomar café o, ya noche, una cerveza.

Los jóvenes que esta noche tocan al aire libre en su concierto improvisado y bajo el logotipo de Greenpeace son parte de un grupo que documenta cómo el modelo de agricultura, que en teoría busca darnos de comer, camina con rumbo opuesto: a dejarnos sin alimentos. Tantos plaguicidas, tantos herbicidas, tantos tóxicos y tanto abuso están degradando el suelo, los ríos, los mantos, las lagunas. Y hasta el mar, creen ahora.

Es de noche y los jóvenes hacen una guardia nocturna. Entre nota y nota (musical) se van turnando para tomar nota, a distintas profundidades, sobre lo que van encontrando. Son muestras que servirán para exhibir al mundo que, aunque en los mares mexicanos no se están haciendo pruebas nucleares, son receptáculos de ejercicios perversos y políticas equivocadas de agricultura que, con auspicio oficial y hasta subsidios del gobierno, se practican sobre nuestra herencia: la tierra.

Estos análisis, que se realizan a horas puntuales dibujadas en una cartografía del Golfo de California, podrían básicamente probar que la contaminación del campo ya escurrió hasta los mares, de por sí afectados por otras prácticas insanas como la pesca desmedida o los vertederos industriales y domésticos.

La cosa está más o menos así: si en el siguiente ciclo agrícola usamos otra vez herbicidas, pesticidas y fertilizantes para que la tierra rinda más, ¿a dónde fueron a parar los que regamos ayer, en el ciclo anterior? ¿Desaparecieron en la nada?

Algunos de estos tóxicos están dando al mar, sospechan los científicos en el Esperanza. Ya sabíamos que se alojaban en afluentes como ríos y lagunas. Pero ahora se cree que, por escurrimiento, están siendo depositados en el maravilloso manto azul terrestre que permite la vida.

Con datos recopilados de fuentes oficiales –de Salud, Sagarpa, Semarnat, INEGI y el Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP)–, Greenpeace ha establecido, primero, que son cuatro estados de la República los que, históricamente, ocupan los primeros lugares de producción alimentos tanto para el consumo nacional como de exportación. Entonces estas entidades (Sinaloa, Chihuahua, Jalisco y Yucatán) deben tener una mayor atención.

Un estudio de reciente publicación, redactado por Sandra Laso, incluye a Yucatán porque “se ha observado un incremento de consumo de agroquímicos, el cual pasó de 606 toneladas en 1990 a cuatro mil 800 toneladas en 2005”.

Los datos actualizados de la organización indican que Sinaloa cuenta con una superficie sembrada de un millón y medio de hectáreas, concentradas principalmente en los municipios de Guasave, Ahome, Culiacán y Novolato. Y el estado produce el 38 por ciento de hortalizas del país y ocupa el primer lugar de producción de granos.

Chihuahua, por su parte, tiene un millón de hectáreas sembradas, gran parte de ellas en los municipios de Namiquipa, Cuauthémoc y Guerrero; es, además, primer lugar nacional en las producciones de nuez, manzana, alfalfa, cebolla, algodón y chile.

Jalisco, en tercer estado objeto del estudio de la organización, tiene un millón y medio de hectáreas sembradas, “aunque su distribución es más homogénea. Destacan los municipios de Tomatlán, Puerto Vallarta y Cuautitlán de Barragán”. A nivel estatal se producen 115 alimentos, entre ellos chia, tomate rojo, lima, frambuesa, agave, hongos, setas, maíz forrajero y garbanzo forrajero.

Y Yucatán. Cuenta con una superficie sembrada de 778 mil 297 hectáreas, la mayor parte concentrada en el municipio de Tizimin. Destaca como segundo lugar de producción nacional de berenjena.

Pues bien, los datos de Greenpeace a 2014 indican que en Sinaloa, Chihuahua y Jalisco, “el uso de fertilizantes cubrió la superficie sembrada en 78, 96.5 y 92.2 por ciento”, respectivamente. Pero no existen estudios “en donde se hayan evaluado los niveles de nitratos en los alimentos como parte de las acciones de prevención de exposición a contaminantes”, alerta la organización.

Los resultados de las muestras de productos del campo analizadas en el Centro Nacional de Referencia de Plaguicidas y Contaminantes (SENASICA-SAGARPA, 2005-2007) en Sinaloa, Chihuahua y Jalisco, “se ha encontrado presencia de plaguicidas como ometoato, clorpirifos, metamidofós, endosulfán, dicofol y acefate”.

Estos datos dan cuenta del horror, pero no responden a la pregunta inicial: ¿a dónde fueron a parar los tóxicos que regamos sobre el campo mexicano ayer?

Greenpeace lanzó, apenas el 28 de abril pasado, la campaña Food for Life (alimento para la vida). Revisa el impacto que tiene la agricultura sobre la gente e intenta explicar cómo este modelo industrializado ha fallado en casi todo: no acaba con el hambre pero sí está consumiendo los recursos del planeta. A pasos acelerados.

El Esperanza navega en esa campaña y en estos meses es parte de Comida sana, tierra sana, que en México tiene los mismos objetivos aunque está más focalizada que la campaña general.

Aleida Lara Galicia, líder del programa, explica cómo, desde el Esperanza, un grupo de científicos y estudiantes mexicanos levanta muestras y hace pruebas del agua de mar –a distintas profundidades– para rastrear florecimientos de algas nocivas. Los jóvenes, hombres y mujeres voluntarios (del Centro de Investigación Científica de Estudios Superiores de Ensenada, CICESE), quieren probar cómo la actividad agrícola allá, lejos, en los campos de Sinaloa o de Sonora, está impactando las posibilidades de vida acá, en los mares.

Al mismo tiempo, otro equipo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) está trabajando en tierra para hacer una especie de “cierre de pinza” porque, misteriosamente, desde 2009 se dejaron de hacer pruebas sobre el impacto de la agricultura en las comunidades ubicadas cerca de las costas del país.

Aleida tiene claro algo: esos tóxicos que no encontramos terminan en algún lugar. “Todo termina siempre en el cuerpo de alguien”, dice. “Fertilizantes y otros químicos tóxicos como los plaguicidas terminan el cuerpo de un consumidor final, o en el de algún ser marino que luego llega a algún consumidor final”.

El Esperanza, que fue un barco ruso y desde hace algunos años, adaptado, sirve a los motivos de Greenpeace, alberga en estos días a este grupo que, en guardias distribuidas de día y de noche, hace pruebas. El investigador Ernesto García Mendoza es el coordinador del grupo. Lo acompañan otros jóvenes científicos, como David Alberto Rivas Camargo.

“Tomamos distintas variables. Medimos las condiciones de hidrografía de la columna del agua: cómo está la temperatura, la salinidad; con aparatos medimos luz, florescencia, oxígeno. Eso nos mide la estructura de la columna”, dice García Mendoza. “Uno ve el mar y piensa que es homogéneo. Pero no lo es. Las mediciones van levantando, desde la profundidad, temperaturas y condiciones para que vivan los microorganismos”, agrega.

Lo que quieren es confirmar la hipótesis: que en ciertas áreas del amplio mar mexicano hay una formación de algas nocivas. “Estas algas degradan el medio ambiente: consumen el oxigeno y hasta pueden producir toxinas que afectan la salud pública”, agrega. Son, en resumen, una degeneración derivada del problema mayor: una agricultura cero ecológica, cero planificada, cero cuidada.

El equipo que subió al barco a principios de mes lo abandonará en Mazatlán. Estará arriba durante algunas semanas más hasta completar el levantamiento y llevarse las muestras a laboratorios más complejos que el que han ensamblado a bordo. En el almacenamiento y control de datos y muestras trabajan otros de este mismo grupo, como Zyanya Mora Vallín, Yaireb Sánchez y Aramís Olivos. Aunque son un grupo pequeño, se turnan durante día y noche. Hacen guardias. Así que no es difícil encontrárselos en el loundge (el de la foto del 27 de abril de 1972) a las tres de la mañana, acurrucados en los sillones, hojeando libros o viendo alguna película.

Ernesto García calcula que, en los siguientes meses, habrá resultados de este trabajo. Y no augura cosas buenas. Cree que para el mes de octubre de este año y en los meses siguientes habrá noticias reveladoras aunque, mientras explica esto en una reunión en el Esperanza, dice que no es bueno adelantarse. Es muy temprano para saber qué encontrarán. “Así es este trabajo”, le explica a la tripulación y al equipo de prensa, que quisieran resultados ahora mismo para lanzar la alerta.

El florecimiento de algas nocivas o de zonas muertas es una terrible noticia para el mar y para todos los que habitan o viven de él. Esos tomates y esas berenjenas que se cosechan en tierra sabrán muy buenos en las mesas, pero tienen costos colaterales en una agricultura que no es ecológica, que no piensa en el mañana y mucho menos está calculando lo que provocar kilómetros adelante, en ecosistemas retirados como estos que el barco Esperanza analiza hoy.

Aunque la data tardará, algunos especialistas a bordo del barco creen que han encontrado patrones que no son alentadores. Estamos, parece, dándole de patadas al pesebre (o, en este caso, estamos acabando con el maravilloso cuerno de la abundancia que los mexicanos heredamos de nuestros antepasados).

Pero Ernesto García prefiere no adelantar datos. El nombre del barco, Esperanza, también cuenta.