Glifosato: un culto moderno

Por Hermann Bellinghausen, La Jornada, 14 de septiembre de 2015

Hoy que es común hablar de pachamamismo existe un debate entre quienes lo refieren al cuidado de la Madre Tierra según lo entienden ancestralmente los pueblos campesinos originarios del continente americano, y aquellos que, desde posturas supuestamente racionalistas, mientan peyorativa o irónicamente a la Pachamama como sinónimo de pachequez new age o demagogia populista de ciertos gobiernos sudamericanos empujados por una parte importante de la población hacia discursos digamos ambientalistas (como Rafael Correa y su Ley de Derechos de la Madre Tierra) o publicitarios (ciertos festejos indianistas que se monta Evo Morales para deleite de esos jipis que se cuelan en todo folclor).

No obstante, en el fondo y en esencia, discutir la idea de la Madre Tierra como parte de la humanidad, hilo de generaciones, única verdad demostrable en la existencia cotidiana, no suena irrazonable ni indigno. ¿Es una utopía? ¿Trasnochada?

En todo caso, millones de personas, sociedades y civilizaciones enteras han practicado esta relación con el mundo circundante y sobrevivieron a siglos de colonización, segregación y las diferentes etapas del capitalismo, y son prueba viviente de la viabilidad del Sumaj Kawasai kichwa, el Buen Vivir aymara y quechua, o el concepto mesoamericano de que la Tierra no es nuestra, nosotros le pertenecemos y la guardamos para nuestros hijos y nietos. El capitalismo postula justo lo contrario: la Tierra es mercancía.

La cuestión de la Pachamama en las condiciones actuales del planeta parece sensata y pertinente de cara a otras corrientes de pensamiento (por así llamarlas) en principio regionales, que se fortalecen y expanden en Estados Unidos con efecto directo en el resto del continente, como se verá enseguida.

En diversas entidades estadunidenses operan sociedades, colegios y “tanques de pensamiento” políticamente correctos que buscan erradicar las plantas exóticas (aliens) que crecen en sus territorios, amparados en la quimera de recuperar la vegetación “nativa”, la que había cuando llegaron los conquistadores y los primeros colonos.

Suena simple, pero plantea desafíos formidables toda vez que la “contaminación” por árboles, arbustos, granos, ornatos, parásitos y hierbajos llegados de ultramar transformó radicalmente el paisaje y la ecología norteamericana, tanto como la urbanización y la industrialización del medio milenio reciente.

Pero con esa devoción laboriosa de las sociedades calvinistas, durante 30 años se han formado grandes grupos sociales de agricultores, intelectuales, científicos y titulares de la Casa Blanca, que impulsan dicha depuración vegetal y buscan redistribuir las especies con base en criterios arqueo-botánicos.

El plan, erradicar a todos los aliens del suelo, se antoja paralelo al de erradicar a los migrantes, esos prietitos en el arroz que no hablan “americano”, como dijo la inefable Sarah Palin en apoyo a su correligionario Donald Trump.

Si a esas nos fuéramos, las Sociedades de Plantas Nativas de California, Virginia, o Nueva Jersey deberían hacer sus maletas, pues sus miembros son tan alien como el odiado eucalipto australiano, el tamarisco, el ciprés, pastizales diversos y muchas otras especies vegetales y animales.

No digamos el trigo o el caballo. Mas nunca hablan de restituir a su hábitat original a los humanos nativos que florecían ahí antes de la “contaminación” europea, africana y asiática. Estas sociedades botánicas no están para contradicciones.

Inopinadamente, o no, fueron la primera y más cándida feligresía de un extendido culto moderno: la Santa Iglesia Monsanto y su producto estrella, el glifosato. Lo prestigiaron antes que nadie.

Andrew Cockburn, editor de Harper’s en Washington, documenta a qué grado centros académicos, y los gobiernos nacionales de Clinton y Bush, respaldaron la idea nativista con millones de dólares y programas “ambientalistas”, contando entre sus creyentes al vicepresidente, y después premiado amigo de la Tierra y el Agua, Al Gore.

¿Qué se necesita para cumplir el ardiente sueño erradicador de la flora ajena, considerada nociva de manera poco demostrable? Usted acertó: glifosato, el herbicida teledirigido y “total” que, admitido como santo Grial de la pureza nativa de las plantas en Norteamérica, fue por décadas la base del imperio Monsanto. Cockburn expone los argumentos de los nativistas y los de sus críticos, y destaca el papel de Monsanto en este proceso “científico”, el “azote de los hierbajos” (Weed Whackers. Monsanto, glyphosate and the war on invasive species, Harper’s, septiembre de 2015).

Allí cita al naturalista californiano David Theodoropoulos, curtido crítico de la seudociencia de la “biología de la invasión”: “Hace 30 años las mayores amenazas para la naturaleza eran sierras, buldózers y venenos. Ahora la amenaza son las plantas silvestres y los animales. ¿Y con qué los combatimos? Sierras, buldózers y venenos”.