El suelo ¿un recurso renovable?

Por Christina Siebe, La Jornada del Campo, abril de 2015

En la escuela primaria aprendemos que el suelo es un recurso renovable. Esta clasificación se basa en el hecho de que un agricultor puede mantener la productividad de su tierra mediante la aplicación frecuente de abonos y fertilizantes.

De esta manera repone los nutrientes extraídos por los cultivos, lo cual le permite sembrar año con año, sin necesidad de otorgar periodos de descanso a la tierra.

No sólo los avances de la agroquímica, atribuibles al químico alemán Justus von Liebig (1803- 1873), permitieron mantener e incluso aumentar los rendimientos agrícolas. Igualmente el mejoramiento genético de las semillas en las cinco décadas recientes, sumado al control de plagas y enfermedades con plaguicidas y al acceso al riego, ha aumentado la productividad de la tierra considerablemente.

Hoy se pueden lograr rendimientos mayores a 20 toneladas de maíz de grano en una hectárea, de la cual hace un siglo apenas se cosechaban dos toneladas.

Lo anterior pareciera reforzar el concepto del suelo como recurso renovable, distinguiéndolo claramente de los recursos no renovables como el petróleo, que una vez extraídos no se regeneran, y cuya formación ocurrió hace millones de años bajo condiciones inexistentes en la actualidad.

¿Pero realmente es apropiado que nuestros hijos aprendan que el suelo es un recurso renovable?

Basta con viajar a lo largo y ancho del país y anotar la frecuencia con la cual observamos en los terrenos rasgos de erosión, como lo son surcos y cárcavas. Según datos de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), 17 entidades federativas del país muestran afectación por erosión en 50 por ciento de su territorio, siendo Guerrero, Puebla, Morelos, Oaxaca y el Estado de México las más afectadas.

La erosión hídrica no sólo repercute en la pérdida de la capa superficial del suelo, que es igualmente la más rica en nutrientes.

También deteriora la calidad de los cuerpos de agua superficiales, los cuales se muestran turbios y de colores pardos a verdosos a causa de las partículas suspendidas y el crecimiento de algas.

El manejo inapropiado, sin prácticas de conservación de suelos de las parcelas agrícolas ubicadas en pendientes, acelera los procesos de erosión. Por ejemplo en el estado de Veracruz se han medido pérdidas de suelo de 150 toneladas por hectárea (uno a dos centímetros de espesor) en un año.

Si consideramos que se requieren de cien a 400 años para formar un centímetro de suelo, resulta imperativo reflexionar sobre la pertinencia de catalogar al suelo como recurso renovable.

También la erosión eólica produce importantes pérdidas de suelo. Ésta afecta actualmente a más de 9.5 por ciento de los suelos del país.

En el valle de México la frecuente formación de tolvaneras durante la época de secas desprende las partículas de suelo de parcelas en barbecho y las mantiene suspendidas en la atmósfera.

En los meses de marzo a mayo estas partículas contribuyen significativamente al deterioro de la calidad del aire en la ciudad, afectando la salud de sus habitantes.

Los procesos de erosión no son los únicos causantes de la pérdida de productividad de los terrenos agrícolas.

En los grandes distritos de riego del noroeste del país el riego con agua rica en sales solubles ha provocado la salinización de amplias extensiones, principalmente de Sinaloa.

A esto se suma que la aplicación de paquetes tecnológicos sin la adecuada supervisión y sin considerar las condiciones particulares de cada terreno ha provocado la compactación del suelo; la pérdida de la materia orgánica humificada, y la disminución de la actividad de un gran número de organismos, desde lombrices de tierra hasta bacterias, hongos y algas. Todo lo anterior merma

la fertilidad de la tierra y obliga al agricultor a utilizar una mayor cantidad de insumos para amortizar la pérdida de productividad.

La aplicación de fertilizantes nitrogenados en grandes cantidades no sólo resulta ineficiente en términos económicos, ya que sólo alrededor de 50 por ciento del nitrógeno aplicado es absorbido por el cultivo; también es ineficiente en términos ecológicos, ya que el nitrógeno no aprovechado por la planta es en parte lavado con el agua de riego hacia los mantos acuíferos en forma de nitrato, contaminándolos.

Otra parte del exceso del nitrógeno aplicado puede volatilizarse en forma de amoniaco o de óxidos nitrosos y contribuir en la atmósfera al calentamiento global.