El cambio por dentro: los obstáculos que enfrentamos no sólo son externos

Por Naomi Klein*, La Jornada, abril de 2014

Esta es una historia acerca de estar a destiempo.

Una de las maneras más inquietantes de que el cambio climático ya se ve es con lo que los ecologistas llaman desfase o destiempo. Este es el proceso mediante el cual el calentamiento provoca que los animales se desfasen con una importante fuente de alimentación, sobre todo en tiempos de reproducción, cuando no encontrar suficiente alimento puede provocar rápidas disminuciones en la población.

Los patrones de migración de muchas especies de aves cantoras, por ejemplo, han evolucionado a lo largo de los milenios para salir del cascarón justo cuando las fuentes de alimentación, como las orugas, están en su punto de mayor abundancia, lo cual ofrece a los padres muchos nutrientes para sus pequeños hambrientos. Pero como ahora la primavera muchas veces llega temprano, las orugas también nacen temprano, lo cual implica que en algunas zonas son menos abundantes cuando los polluelos salen del cascarón.

Los científicos están estudiando casos a destiempo, relacionados con el clima, que se dan entre docenas de especies, desde el caribú hasta el papamoscas cerrojillo. Pero hay una importante especie que les falta: nosotros. Homo sapiens. Nosotros también sufrimos de un terrible caso de estar a destiempo, relacionado con el clima, pero en un sentido cultural-histórico, en vez de biológico. Nuestro problema es que el cambio climático es un problema colectivo que requiere una acción colectiva, un tipo de acción que la humanidad nunca ha logrado hacer. Sin embargo, ya entró en la conciencia delmainstream, en medio de una guerra ideológica que se libra acerca de la idea misma de la esfera colectiva.

La buena noticia es que, a diferencia de los renos y las aves cantoras, nosotros, los humanos, estamos bendecidos con la capacidad de adaptarnos deliberadamente, cambiar viejos patrones de conducta a una extraordinaria velocidad. Si las ideas dominantes en nuestra cultura nos frenan de salvarnos, entonces tenemos el poder de cambiar esas ideas. Pero antes de que eso pueda ocurrir, necesitamos entender la naturaleza de nuestro personal desfase climático.

El cambio climático exige que consumamos menos, pero ser consumidores es todo lo que conocemos. El cambio climático no es un problema que se pueda resolver simplemente cambiando lo que compramos: un híbrido en vez de un Suv, compensación de emisiones de carbono cuando nos subimos a un avión. En esencia, es una crisis nacida de un exceso de consumo por los que son relativamente más ricos, lo cual implica que los consumidores más desenfrenados del mundo tendrán que consumir menos.

El capitalismo tardío nos enseña a crearnos a partir de nuestras elecciones de consumo: al comprar formamos nuestras identidades, encontramos una comunidad y nos expresamos. Así que, decir a la gente que no puede ir de compras tanto como quisiera porque los sistemas de soporte del planeta están sobrecargados, puede ser interpretado como una especie de ataque, como si les dijeran que no pueden ser realmente ellos.

El cambio climático es lento y nosotros somos rápidos. Cuando cruzas de volada un paisaje rural en un tren bala, parece como si todo lo que pasa estuviera detenido: la gente, los tractores, los coches en los caminos rurales. No lo están, por supuesto. Se están moviendo, pero a una velocidad tan lenta comparada con el tren que parecen estar estáticos.

Así pasa con el cambio climático. Nuestra cultura, que funciona con base en combustibles fósiles, es ese tren bala. Nuestro cambiante clima es como el paisaje afuera de la ventana: desde nuestro atrevido lugar privilegiado puede aparecer estático, pero se está moviendo, su lento progreso, medido en capas de hielo que retroceden, aguas que suben y alzas en la temperatura. El problema no sólo es que nos movemos demasiado rápido. También es que el terreno en el cual los cambios tienen lugar es intensamente local: un temprano florecer de una flor en particular, una capa inusualmente delgada de hielo sobre un lago, la llegada tardía de un pájaro migratorio. Notar ese tipo de cambios sutiles requiere una íntima conexión a un ecosistema específico. Ese tipo de comunión ocurre sólo cuando conocemos a profundidad un lugar; no sólo como un escenario, sino también como sustento, y cuando el conocimiento local es transmitido, con un sentido de confianza sagrada, de generación en generación. Pero eso es cada vez más escaso en el mundo urbanizado e industrializado. Solemos abandonar nuestros hogares fácilmente, por un nuevo empleo, una nueva escuela, un nuevo amor. Aun para aquellos que logramos mantenernos en un mismo lugar, nuestra existencia cotidiana puede estar desconectada de los espacios físicos en que vivimos. Puede que no estemos enterados de que una sequía histórica está destruyendo los cultivos en las granjas que rodean nuestros hogares urbanos, ya que los supermercados todavía ofrecen pequeñas montañas de producción importada, y todo el día llega en camión más. Hace falta algo enorme –como un huracán, que rebasa todas las marcas previas de altura máxima del agua, o una inundación que destruye miles de hogares– para que notemos que algo está realmente equivocado.