Un año de acampe contra Monsanto

Por Raúl Zibechi, La Jornada, 19 de septiembre de 2014

Estos días la Asamblea Malvinas Argentinas Lucha por la Vida celebra un año del acampe que consiguió paralizar la obra más grande que la multinacional lleva adelante en el mundo. Un pequeño grupo de vecinos de la ciudad-barrio a 14 kilómetros de Córdoba comenzó a movilizarse dos años atrás, cuando la presidenta informó por cadena nacional la inversión de Monsanto para instalar una planta de semillas de maíz transgénico, que incluye 240 silos y la utilización de millones de litros de agroquímicos.

Los vecinos consiguieron la paralización del emprendimiento, en lo que es la primera gran derrota de la multinacional en Argentina, uno de los epicentros de su actividad para la región. Conocer más de cerca esta notable experiencia de organización y resistencia puede contribuir a comprender los porqué de su triunfo ante una de las empresas más poderosas del mundo.

La primera enseñanza es que un pequeño grupo puede cambiar la historia si es capaz de arraigar en un territorio y convertirlo en lugar de resistencia. Eligieron plantarse frente al predio de Monsanto. El punto de quiebre fue el festival Primavera Sin Monsanto, en septiembre de 2013, que culminó con la acampada, sorpresiva, ya que decidieron no anunciarla para evitar que la policía desbaratara sus planes.

Durante un año desafiaron el frío y la lluvia, sin agua y sin luz, durmiendo en tiendas de campaña; se sostuvieron con base en la solidaridad y voluntad militantes. Pusieron el cuerpo a los camiones para impedir el acceso de materiales de construcción, enfrentaron la represión policial, los ataques de las pandillas del sindicato de la construcción y la presión de los poderes públicos. Construyeron refugios con barro para usarlos como cocina, depósito y lugar para reuniones y asambleas, y una huerta junto a la carretera para la comida comunitaria. La cohesión y la decisión del núcleo que sostiene el acampe lo ha convertido en una comunidad de vida.

La segunda enseñanza es la heterogeneidad y la horizontalidad. Esther Quispe, nieta de bolivianos, madre y abuela, destaca que los vecinos que formamos la asamblea nunca habíamos participado en nada, salvo dos universitarios del barrio que no perdieron la humanidad en las aulas. Pero lo fundamental es que pudieron articularse con militantes provenientes de la universidad y de partidos, lo que nos permitió aprender palabras nuevas como capitalismo y organismos genéticamente modificados.

Una constante que puede constatarse en todos los movimientos populares es la confluencia de sectores populares y de militantes formados en otros espacios. En Malvinas Argentinas –reflexiona Esther– el nivel educativo es muy bajo, de modo que el contacto con militantes con formación política y teórica los ayudó a tener una mirada más amplia. El abanico se le fue abriendo a los vecinos –dice–, en la reciprocidad de saberes diversos.

Una parte de esa heterogeneidad fue la confluencia con otras experiencias de lucha. Las Madres de Ituzaingó, que habían obtenido una importante victoria el mismo día que se anunció la inversión de Monsanto, son apoyo y punto de referencia ya que fueron las primeras en salir a la calle contra las fumigaciones, en otro barrio de la ciudad de Córdoba. Conocieron a las Madres de Plaza de Mayo a través de Nora Cortiñas, al Nobel Adolfo Pérez Esquivel, a los científicos comprometidos Andrés Carrasco y Raúl Montenegro (Nobel alternativo).

En los 12 meses de acampada aprendimos a escuchar al otro, a comer juntos, aprendí que hay veganos y vegetarianos, aprendimos a negociar entre nosotros, asegura Esther. El paso siguiente, fue que aprendimos a hacer política sin ser políticos. La heterogeneidad y el sentirse todos iguales creó un espacio-tiempo de autoeducación colectiva, sin dirigentes y dirigidos, sin división del trabajo entre los que mandan y obedecen.

La tercera cuestión también la destaca Esther: Si abandonamos la calle las luchas se caen. La acción directa es tan insustituible como poner el cuerpo. A veces son grandes manifestaciones de 5 mil personas, en un pueblo de 15 mil habitantes, o acciones casi individuales como echarse al suelo frente a decenas de camiones. La potencia no está en la cantidad sino en la decisión de jugársela. Es esa decisión la que atrajo al acampe a decenas de jóvenes, a los que ahora llaman “los hippies”, que están sosteniendo el campamento en los últimos meses.